«¿Dónde están todos?»

Como John Rambo debo de ser un simple.

No me quejo, es lo que hay. Llevo un tiempo haciendo impremeditada genealogía de mi vida y he descubierto que desde muy niño tengo lo que podría denominar “ansia de tribu” y, ahora, nostalgia.

Curioso porque si no solitarista sí soy un gran individualista.

Contradictoriamente con esta profesión de fe, no acabo de estar a gusto ni aceptar a cualquiera en mi atención. Y en mi corazón, mucho menos. En esto pongo condiciones, elementales pero firmes. Soy educado o lo procuro, claro está, pero no me entrego si no encuentro unos mínimos de generosidad emocional. Y pruebas.

Esa exigencia muestra mi anacronismo moral (y su consecuente estética).

Los vectores que hacen de mí este paradójico híbrido son muy personales, arrancan de mi infancia, cómo no, y tampoco creo que interesen a nadie. Y si lo hicieren, sepan que sólo le doy a la mojarra sobre ello en posición decúbito supino y tras un… O dos (cigarritos).

Pensad lo que queráis. Y acertaréis.

En mi blog doy cuenta de mi peripecia individual si creo que ello expresa alguna universalidad; si no, sería narcisismo y dar paliza tueste a mi guardia lectoriana. Y, favor, eso no.

Cuando al pobre Rambo le dan ocasión de hablar y no sólo de explosionar cosas…, expresa un elementalísimo deseo con el que me identifico: echa de menos a aquellos compañeros que estaban a su lado y protegían sus pasos en todo momento. En todo momento.

Esa primaria ética de la continua presencia es la mía.

He advertido en esta dolorosa genealogía que no deseo amigos de vez en vez que son más bien amistades de nunca en nunca…, sino algo que ya demolió la Modernidad y su triunfalísimo Capitalismo, algo así como camaradas de clan, hermanos de tribu, sangre compartida. Algo así. Es éste un afán premoderno, qué digo, paleolítico.

No se puede ser más lerdo que yo.

Como Leopoldo María Panero en el poema El loco mirando desde la puerta del jardín sé que «a nada sino al azar y a ninguna voluntad sagrada de demonio o de dios debo mi ruina», en cristiano, me sé coautor con la Vida de mi vida. Y responsable de ella. Me felicito.

Y con el poeta Félix Grande digo esto: «si delinques te aplastará la soledad»… Y delinco. Y anoto a Vladimir Holan en el poema El poeta agonizante: «Al precio de mi vida he defendido la libertad ardiendo de deseo y asombro».

Más Holan: «Hay destinos donde lo que carece de temblor no es sólido».

Culmino ahora un profundo vector autocognoscitivo en mi vida. Y quizás cierre con este post otros que expresaron más o menos explícitamente (para mí) lo que éste quiere expresar. Estoy feliz por ello. No es redondo, ya me doy cuenta, pero es claro, poderoso y cauterio.

Desde una óptica evolutiva soy prescindible, más, dañino para mi especie.

Justifico la sentencia del oráculo de Delfos, soy fiel a uno de los manifiestos de la Ilustración, encarno alguna de las exigencias (in)humanas que quiso ese loco que murió para la Vida en la Piazza Carlo Alberto de la ciudad de Turín.

En un concurso de gilipollas me descalificarían por abusón.

«Me hiere y cauteriza.
Invoca a la noche sobre el altar de mis ojos,
me ilumina. Anega mi pecho,
pero me drena el Alma. Linde obscuro
que enardece mi sed.
Dicta mi nombre.

Una lluvia interior».

Del libro y poema con el mismo título: «Una lluvia interior» (1992).

© CrisC

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